lunes, octubre 16, 2017

"Vida de Manuel Rodríguez, el guerrillero", de Ricardo A. Latcham

Fragmentos del capítulo 9





La vida popular de Rodríguez. Sus ideas y amoríos

La leyenda había desfigurado a Rodríguez hasta el extremo de hacer de él un héroe folletinesco y sin arraigo en la historicidad.

Cuando se penetra en su clima moral se encuentra en él un prodigioso aspecto de chilenidad que hace más fácil interpretar las cualidades y defectos.

Hombre de ciudad, Rodríguez se transforma en guerrillero en virtud de su don psicológico, de su fácil asimilación de los métodos necesarios para conspirar. Esta aptitud proviene de su carácter abierto y generoso, de su plebeyismo en que habrá que insistir para comprenderlo.

Su familia pertenecía a las mejores de la Colonia; pero la pobreza y cierta afición a lo popular lo desarraigan algo de su medio natural.

La gente sensata y solemne, que forma la espuma del mundo social santiaguino, lo rechaza con cierto instinto conservador. El abogado busca su ambiente entre los rotos y más tarde junto a los campesinos. Su lenguaje lo asimila fácilmente y está más bien entre los huasos y los arrieros que al lado de los descendientes de oidores y de cabildantes.

Su estilo epistolar es semejante a su oratoria. Es efectista y pintoresco. Abusa de las comparaciones tomadas de lecturas más o menos extravagantes. Cita a la Biblia y compara a las nubes de una tormenta, dirigiéndose a San Martín, con la columna que precede a los judíos.
Cuando muchacho se entretiene en asustar a los crédulos esclavos negros y a los rotos milagreros con experimentos más o menos jacarandosos. En la noche colocaba, en compañía de un compañero tucumano, por las ferradas puertas de las casonas santiaguinas velas encendidas y metía puchos de cigarro en las cerraduras de las llaves. Los asustadizos habitantes solían creer que estos puntos luminosos eran candelillas de ánimas o aparecidos.

Los toros y las carreras de caballos lo atraen fuertemente. En el proceso de 1813 se le ve a menudo ocupado en el juego los trucos o billares y asistiendo a las corridas.

Mientras otros duermen la siesta, él lee o se mete por los barrios en una hora que, según un dicho popular, sólo están despiertos los ingleses y los perros.
Mientras la aristocracia se dedica al «pelambre» o a comentar los últimos sucesos sociales, el abogadito se dedica al franco y apasionado apostar. Nunca su bolsa está repleta y lo poco que gana como profesional se escurre entre los dedos con facilidad.

No conocemos un solo amor arraigado del guerrillero. La mujer lo ocupa mucho, pero no le abre una huella sentimental profunda. Trae de Cuyo a una amiga y es probable que en su compañía viva algún tiempo.

Monsieur Barrire, refiriéndose a los tres hermanos Rodríguez los califica como «hombres de costumbres depravadas».

En el apoltronado y religioso mundo colonial, este hombre atrevido y lleno de ímpetus primitivos, sugiere ideas abominables.

La franqueza suya contrasta con la cuca hipocresía del medio santiaguino, donde tener hijos naturales y amancebarse con las sirvientes revelan un tremendo estigma de los antepasados de la actual oligarquía.

Rodríguez forma una fuerza suelta de la Naturaleza que no se detiene en contemplaciones personales. Barros Arana lo supone un hombre de pocas vinculaciones sociales durante su destierro en Mendoza.

Sin embargo, en el estrecho ambiente santiaguino es un hombre popular. No goza ni busca apoyo oficial y rechaza las embajadas que le ofrecen. En tal sentido se aparte considerablemente del dicho célebre de don José Joaquín de Mora: «Todo chileno es enemigo del gobierno, mientras no sea empleado público».

Los defectos de Rodríguez se compensan con su liviano temperamento, su simpatía humana y descontrolada generosidad. No es muy chileno ese aspecto de eterno descontento y de camorrista que ofrece a los partidarios de O’Higgins en los últimos años de su existencia.

Tampoco acepta las reputaciones y prestigios basados en el dinero o en los abolengos comprados. Puede afirmarse que es el primer demócrata sincero que aparece en el mundillo político chileno.
Este no conformismo lo hace simpático en el pueblo y crea en su torno las leyendas más absurdas y contradictorias.

Su imagen genuina se escapa o se deforma entre muchas interpretaciones. No es tampoco un carrerino incondicional; porque opone su individualismo a las ideas absolutistas de esta familia, verdadera tribu oligárquica que malogra el primer período de la Independencia.

Es probable que Rodríguez, como otros patriotas, hubiese bebido sus ideas en los enciclopedistas. Sabemos que también leía a Richardson y El Evangelio en triunfo, de Pablo de Olavide.

Nunca aparece como un hombre religioso; pero no se cuenta entre los ateos o blasfemos.
La chilenidad de Rodríguez tiene mucha semejanza con la que caracteriza en sus epístolas al ministro de Prieto. Tanto Rodríguez como Portales se acercan al pueblo y pulsan su corazón generoso. Aman la vida de las chinganas y filarmónicas; se entienden con mujerzuelas y prefieren el canto y el baile al romanticismo y platonismo que imperan en las costumbres aristocráticas.

Pocos hombres expresan mejor la desidia del carácter chileno y pocos sienten, en el fondo, un desprecio más completo a sus compatriotas.

Se aproximan también en el dramático fin, acaecido en el camino de Valparaíso con la diferencia de diecinueve años, Portales supera a Rodríguez en genio político, en sentido constructivo; pero se asemejan por lo escépticos y viperinos para calificar al mundo social santiaguino.

En 1816 juzga Manuel Rodríguez del modo siguiente a sus compatriotas:

«Los chilenos no tienen amor propio ni la delicada decencia de los libres. La envidia, la emulación baja y una soberbia absolutamente vana y vaga son sus únicos valores y virtudes nacionales.
Pero en proponiéndoles un plan o remedio, en presentándoles un hombre, que lo desea, en publicando el enemigo alguna providencia, o tocándole un ministro de la vigilancia, o del gobierno; tiemblan, le besan los pies, dan la poltrona y no perdonan humillación, ni bajeza. El pueblo medio es infidente y codicioso. De todo quiere sacar lucro pronto, en todo meterse y criticarlo. Pero torpemente con borrachera, con desbarato y ruin utilidad. Los artesanos son la gente de mejor razón y de más esperanzas.

La última plebe tiene cualidades muy convenientes. Pero anonadada por constitución de su rebajadísima educación y degradada por el sistema general que los agobia con una dependencia feudataria demasiado oprimente, se hace incapaz de todo, si no es mandada con el brillo despótico de una autoridad reconocida. El clamor general de los campos, su pobreza y su desesperación no tienen primeras…».

En pocas líneas compendia su concepto acerca del chileno. En otras partes completa estos juicios con sombríos rasgos.
Nunca anda por las nubes y sabe colocar firmes sus pies en la realidad.
El corazón femenino no tiene secretos para él; pero su escepticismo no le permite casarse. Rehuye las cosas delicadas, busca lo concreto e infunde en su prosa tal característica de su espíritu. Una de sus proclamas termina así: «Los zánganos despejen la colmena al reunirse la diligente abeja».

Acude a lo patético para exaltar el vacilante patriotismo de su tierra: «… Por mí os juro que mientras mi patria no sea libre, que mientras todos mis hermanos no se satisfagan condignamente, no soltaré la pluma ni la espada, con que ansioso acecho hasta la más difícil ocasión de venganza. Os juro que cada día de demora se doblará este deseo ardiente para sacar de los profundos infiernos el tizón en que deben quemarse nuestros tiranos y sus infames, sus viles secuaces».*

El pueblo bajo conserva hasta hoy el culto de Rodríguez. En esto no obedece a ninguna lógica histórica sino a su instinto certero.

Ve en el tribuno a un amigo, a un bizarro partidario de la porción oprimida de la sociedad. El pueblo lo ayuda y presta estímulo a sus acciones. Un tipógrafo de La Gaceta del Rey cambia las frases, al referir sus hazañas que los realistas pintan con negros colores. En donde decía «madre inmortal» por España pone «madre inmoral», y en la parte en que se baldona al guerrillero como un hombre «inmoral» se coloca la palabra «inmortal». Esto causó el envío del artesano al presidio del cerro Santa Lucía por seis meses.
Hay algo singular y complejo en esta mezcla de contrarias pasiones. Por un lado su plebeyismo, su arrotado temperamento y por otro cierta inteligencia libresca y desenfrenada que llega a lo pedante en múltiples ocasiones. Las grandes frases, las sentencias rotundas y efectistas son de su agrado. Deslumbra a los artesanos y aún tiene mucho partido entre los «pipiolos» y resentidos sociales.

Si vive más tarde, en tiempo de Portales, habría sido uno de los opositores a la política autoritaria del gran ministro.

Rodríguez conocía palmo a palmo los sitios en que se expansionaba el bajo pueblo. En múltiples ocasiones se escurre, disfrazado de hombre del campo o de obrero, entre las «chinganas» y disfruta de los entretenimientos primitivos del roterío.

Las costumbres de ese tiempo aún no se refinaban y eran muchos los caballeros que no se avergonzaban de mezclarse con «chinas» de pata rajada y con niñas vergonzantes que alguna celestina ofrecía con discreción.
Antiguamente las mujeres públicas se llamaban las «tapadas» o lusitanas porque hubo profusas suripantas que vinieron del Portugal. Los obispos Carrasco y Alday protestaron de sus excesos y procuraron expulsarlas de Santiago. Más todo fue inútil.
...



1932








* Documentos del Archivo San Martín, tomo III, págs. 165-166





























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